lunes, mayo 29, 2006

CALLE DE ILUSIONES

En modo alguno se trata aquí de tributar ni de homenajear a esa película basada en la vida de cierto sobrevalorado rapero. La tan famosa “8 Miles” no puede arrogarse el ser la única arteria del mundo hecha de la consistencia de lo ficticio. Nuestro Santiago nos ofrece también ejemplares tanto o más ilusorios, dignos de competir internacionalmente por el galardón al trozo vial más etéreo, la calleja por la cual sólo habita o mora en ella especimenes de la más sustanciosa irrealidad. De si ello es característico o no de la realidad misma, quede para otra conversación.
Pedro de Valdivia. Su trozo “providenciano”, y aún también cierta porción de su existencia que corresponde a Ñuñoa. Digamos entre Providencia e Irarrázaval. Si tienes la suerte de trabajar en sus inmediaciones…, mejor aún, si tienes la dicha mayor de que tu trabajo te obligue a caminar diariamente innumerables veces por sus veredas tan (ilusoriamente) atestadas de transeúntes, cruzar su humanidad por entremedio de los adoquines característicos, respirar cotidianamente su vaho helado de antes de las ocho y media de la mañana (cuando no llegas borracho, -y por consiguiente tarde-, a la pega), el hedor nebuloso de mediodía y ese aroma indefinido, dulzón, de después de almuerzo, cuando a la misma avenida le crece la panza y todo su ritmo interno se abotaga; si tienes la suerte, digo, de familiarizarte con todos esos aspectos nimios de la existencia pedrovaldiviana, entonces también te resultará conocida esa sensación espectral que se apodera del espíritu tras un par de semanas entregado a su dinamismo de avenida añosa.
Porque de añosa, en rigor, bien poco tiene. Quiere serlo, quiere aparentarlo, y de hecho tal vez al principio, las primeras veces, logra ese efecto en el espectador distraído, dizque turístico, que la recorre con paso cansino o arriba de un bus. De tan lejano, empero, el recuerdo se nos escapa, y aquí no estamos haciendo especulación. Lo concreto es que en la mentada calle hay una apariencia de tradición, de legado, aparte de un halo a distinción que no son, en sí, más que fantasmagoría. Ya le gustaría al señor alcalde salir diciendo, por ejemplo, que los adoquines que la distinguen datan de un siglo o más, pero bien sabemos que los han cambiado (mal, por cierto) luego de las últimas incursiones de los topos de Metrogas. O sostener que los árboles que le “dan vida” son en verdad vetustas especies, e incluir en sus frontispicios lindos letreros en los que se señale su denominación de origen. Pero todo eso es imposible pues ya sabemos que los proyectos de plantaciones son por aquí más que tradición conservadora, arrebatos de desesperación ante el humo ambiente. El mismo edificio municipal providenciano, aparente castillo, no es más que un conjunto de refacciones montadas sobre sí a través de las distintas concepciones estéticas de las sucesivas administraciones. Al final nadie entiende nada, aunque todo esté ahí como prueba de “algo”.
Porque ahí hay un “todo” que justifica un “algo”. De eso no hay duda, o no debiera haberla. Pero insisto, son efectos de superficie que bórranse o difumínanse no bien se tiene la suerte de familiarizarse con la avenida. Porque es una suerte, créanme, descubrirse a sí mismo participante, parte del tránsito de un decorado ficticio. Y si todavía quedan dudas no queda más que fijarse en los especimenes que van y vienen de norte a sur por la humanidad vial. Sobre todo las mujeres, y de éstas las mozuelas que van desde su etapa más púber a los Sagrados Corazones, a esas plenamente núbiles que merodean alrededor de las Universidades Finis Terrae y Ucinf. Se supone que en realidad estudian ahí, pero yo prefiero la palabra “merodear”. Y se supone que son (casi) todas hermosas y viven, sí, pues vaya que rebosan de rosado sus mejillotas y vaya que parece que cada trozo de carne transmite “algo”, pero de a poco nos entra la sospecha de que la tan mentada belleza y la tan envidiable vida no son tales; más aún: no pueden corresponderse. A poco andar, en resumen, nos vamos convenciendo de que la irrealidad termina por atrapar sobre todo a quienes por ahí pululan. Pedro de Valdivia es una calle poblada de fantasmas.
La irrealidad es muy probablemente una de las zonas más bellas a las que tiene acceso el humano. Sin ironía, uno bien puede decir que el creador ha sido benévolo al incluir en nuestra percepción de lo posible, mal que bien, el acceso a las zonas donde nada es real del todo. Si ello sólo puede aparecer como extra-sensible, si aceptamos esa paradoja, no invalidamos en modo alguno el enunciado primero pues bien podemos seguir distinguiendo la belleza de la fealdad en los terrenos de lo imaginario. Si uno tuviese cierto grado de osadía ontológica, afirmaría tal vez que la ficción no es sino la condición de posibilidad para la existencia de lo bello. Pero todos sabemos que en esta materia, hoy por hoy, es mejor mostrar una prudencia acertada, y por lo tanto ni siquiera haremos mención de todas esas cosas. Todo lo cual no quita, en modo alguno, que la avenida Pedro de Valdivia, de la ciudad de Santiago de Chile, no sea, en estricto rigor, algo absolutamente inexistente. Y si hay en el exterior algún tipo de certamen que premie a las calles más ricas en irrealidad (cosa que debiese existir, evidentemente), sostengo que nuestra avenida Pedro de Valdivia debiese de inmediato ponerse en la lista de postulaciones correspondiente, para bien de la imagen chilena en el mundo que hay detrás de la cordillera y más allá del mar.
Cabe sospechar, desde luego, que todo lo que rodea a esta notable calle no sea, asimismo, inexistente. En cuyo caso, se me objetará, la avenida en cuestión terminaría resultando lo más real por cuanto representativo. A falta de pruebas contundentes que prueben la verdad de ese tipo de afirmaciones, desecho de momento esta opinión hasta que lleguen a mis manos demostraciones científicas de peso que respalden una posibilidad que entiendo inquieta a todas las gentes preocupadas por la suerte del mundo y los problemas de nuestro tiempo.
Resta decir sólo un par de cosas personales, y es que en tan recurrente tránsito por esta calleja que se viste de gala para la realidad, no siendo más que pordiosera del reino de los fantasmas, uno termina por involucrarse con su ilusoriedad a un grado quizás más allá del aconsejable. Así como los caballeros bien terneados, las señoritas perfumadas y, ay, tan deseables, o los panaderos o suplementeros o el abuelito de barba dostoievskana con el cual converso de cuando en cuando, yo también me transfiguro en otro espectro más, no siendo ello sino resultado de un proceso de lo más lógico que hay, atendidas las características de esta calle. Debo testimoniar, en suma, que hay pocas cosas más agradables que ver a la ilusión del yo perderse entre otras tantas, ojalá al ritmo de un buen disco que bien podría ser, siendo contingentes, el “10.000 Days” de Tool.