domingo, agosto 27, 2006

Lo único posible de ver, todo lo circundante, era un negro impenetrable, como quien dice; pero tenía que penetrarlo.

En realidad no tenía remedio, ya estaba dentro de ello.

Todo había comenzado la semana anterior. En el casino, a la una y cuarenta de la madrugada, mientras bebía aquella pócima hirviente y me zampaba todos los panes posibles, aparece de pronto Osvaldo, que vuelve a la faena y como de paso me dice:

-¿Así que vamos a hacer un carretito en tu casa?

Jamás lo abandona esa sonrisa de camaradería; como para reafirmarlo, me suelta un par de palmadas amistosas en el hombro. A mi lado escucho risas, voces mezcladas. Nunca vítores, pero sí un aplauso perdido. No falta el que dice:

-¿No habíai avisado ná, hueón?

Todo se afirma, se exclama, se propone, se sugiere, se reclama, en tono de pregunta. Nuestro estilo.

Aseguro no saber nada al respecto y resulto interpelado. Me permito insinuar que nuestro control de calidad acostumbra ver cosas donde no las hay, escucharlas donde no han sido dichas, y suma y sigue; en una palabra, delira y habla al descuido, “anda alumbrando al puro peo”. Por lo demás, mi humor no es de los mejores. En un momento me encierro en un ronco mutismo y concéntrome solamente en ese café que parece venir del infierno o alguna provincia cercana. El tazón es de lata y no hay manera de que se entibie pronto. Dentro de aquella cocina, de alguna diabólica manera, se las arreglaban para tener una tetera hirviendo perenne y siempre con agua. Si les pedías agua tibia quería decir para ellas calcinante; si reclamabas un chorro de agua helada te llenaban el tazón hasta la baranda. Después de un rato, en todo caso, te acostumbras a Chiloé.

La pesquera era un colegio grande; digamos un colegio a secas, ya que aquellos en los que estuve eran en realidad chozas para cucarachas, en todos los sentidos que se quiera interpretar esta frase. En resumen: un lugar de disciplinarización y de chiste. Había ahí un horario, cotonas, pecheras, gorras, botas, casilleros, además de un patio de recreo donde el personal reuníase a fumar y a chismorrear y donde podías ver por un costado el grupo de las dalcahuinas; en otro, las que vivían en Castro; más allá, las del norte, o sea las del continente, o sea las de Chile; dentro de éste, si se te ocurría asomar la nariz, podías notar que a su vez contaban con nuevas y más ricas subdivisiones: las dos o tres solitarias, las que venían llegando hacía poco, receptáculos del odio femenino ambiental, las asentadas que ya hablaban como chilotas, las más o menos guapas (que siempre, en todas partes, gustarán de formar grupo aparte), y así. En el otro lado se juntaban el turro de hombres gritones rememorando o proyectando distintas y repetidas aventuras de alcohol y juerga. A veces, en la dinámica de intercambio de palabras y cigarrillos, los grupos se mezclaban y la gente se iba conociendo. Pero si no querías conocer a nadie era también un buen lugar.

A ese patio fui a desembocar tras acabar con la ración de café y panes. Tipo dos de la mañana, el lugar cobra un encanto especial; no tanto por los compañeros y el diálogo, por favor, sino en contraste con el páramo que ofrece el resto de noche que queda por delante. El cigarrillo que ahí se fuma es, -permítanme decirlo en tiempos de leyes dictadas para y por hijos de puta. -, francamente delicioso, y no se trata de tabaco negro o rubio ni mucho menos; la misma tela de cebolla tostada y el mismo pasto reseco que Chiletabacos distribuye en todo el territorio cobra, por alguna razón oculta, -¡misterios del sur!-, un gustillo que hechízate y al paladar refresca. Cierto que es muy probable que todo se trate de aburrimiento, pero de todas formas resultaba agradable. Al menos en el recuerdo.

Me dirigí directamente donde Fernando; nadie más podía estar detrás de todo eso.

Fernando era de Temuco. Un caso perdido, por varias razones, motivo por el cual de inmediato hicimos buenas migas. Lo recuerdo cuando llegó al turno de noche, septiembre u octubre de aquel año. Veíase taciturno y discreto, casi tímido. Como es natural, los jefes y supervisores le dieron una cálida acogida y destináronle al más agotador de los trabajos posibles en esa sección: reponer y distribuir bandejas. No sólo tenías que ir corriendo sin cejar de un costado a otro de la sala, rodeando las cintas y muebles, cargado de bandejas limpias o sucias; lo importante era que no las mezclarlas. Las limpias iban a las distintas secciones: para los fileteros, las pimboneras, los sanitizadores, las de revisión, los embolsadores y, finalmente, el sellado. Todos, por lo demás, se sentían con mucha justicia indignados cuando no disponían de suficientes; en cuanto a las sucias, que quedaban arrumbadas en todas estas partes, debías preocuparte de recogerlas y lanzarlas por el conducto que daba a la sala de lavado de bandejas; las redundancias no están de más en este caso pues todo ello debías repetirlo una y otra vez, durante un par de horas que no pasaban demasiado rápidamente. Fuera de esta misión, correspondíate además como cargador de bandejas preparar todas las tinas de sanitizado de la sala, con sus diez miligramos de ácido clorhídrico y sus tres o cuatro baldes de salmuera, la cual estaba en un bin respectivo del cual también tenías que hacerte cargo, no fuera a ser cosa que te tocase uno vacío, y entonces…, ella; fuera de todo esto, estaba la posibilidad cierta de romperte la crisma en tu continuo deambular. Considera, lector amable, un suelo verdoso permanentemente mojado al cual no siempre llegabas con tu vista debido a que, en ocasiones, el alto de bandejas superaba con mucho la altura de tu gorra, además de ciertos obstáculos impertinentes que intempestivamente, siempre, llegaban para molestarte, cual una manguera dejada al azar, cual una aleta de salmón traicionera, cual una operaria corriendo de urgencia al baño, por no nombrar, claro está, el hecho de que las botas no siempre contaban con la suela más adecuada para dichas carreras. Las empresas ahorran en insumos, etcétera. Dicho de una vez: no podías descartar del todo la posibilidad de accidentarte, pero no por ello ibas a dejar de moverte rápido.

Si hacía tiempo que lo llevabas haciendo, la cosa no ofrecía grandes dificultades. Incluso podías permitirse algunos lujos artísticos. No faltó el que ocupaba sólo una mano para llevar las bandejas y decía estar atendiendo un restaurante; o el malabarista portomontino que aprovechaba cada vez que ella daba vuelta la espalda para jugar con los trastos al aire…, hasta que lo vieron por las cámaras y lo destinaron a los frigoríficos; el sentido lúdico no era acorde con la idea de rendimiento que emanaba de la sección de producción. En fin, yo mismo, en algunas ocasiones, cuando me aburría demasiado haciendo otra cosa, no me molestaba tomar esa pega por un par de días y lanzarme a la carrera. Lo cierto es que era especialmente agradable cuando lograba disimular discman y audífonos y llevaba la cosa al compás de un buen speed metal, pongamos por caso “Among the Living” o “Rust in Peace”. Era peligroso pues ya podían hablarte y tú nada escuchar; el riesgo de esos ojos debajo de la gorra que decía “supervisora” nunca te abandonaba del todo. Pero en la dinámica ocurría también un extraño punto de torsión, donde tu yo se automatizaba a tal punto que podías prescindir de todo el resto, y entonces sólo quedaba el ritmo; nadie podía decirte nada pues tu labor estaba haciéndose de forma perfecta, y tú sin embargo ya no estabas ahí. En esas ocasiones, claro, todo era muy agradable; podías deslizarte con tus botas por la pista resbalosa calculando el centímetro exacto donde irías a parar, sacando y tirando bandejas a la vez con una coordinación manual que hoy me parece utópica. En suma, probablemente desde cierto nivel de desesperación, podías llegar a dar con fórmulas que te permitiesen divertirte ahí dentro. Tal como en el colegio.

Todo lo cual, hay que decirlo, no podía sino llegar con la práctica, luego del odio y de los abatimientos, tras maldecir una y otra vez el carácter satánico de los chilotes, a posteriori de numerosas veces sintiéndote solo, sin posibilidades de hacer otra cosa y sin posibilidades, en general; luego de todo eso que se ha dado en llamar “experiencia”, dicho de una vez, es que podías hacer del asunto algo divertido e incluso grato. Antes de eso…, bueno, lo cierto es que era triste ver a Fernando de aquí para allá, perdido entre las cintas…, todos ahí dentro, cerca de cuarenta y cinco personas, estaban en su contra y conspiraban a los gritos con la supervisora…, la gente es cruel, dicho sea de paso. Toda iniciación, por lo tradicional, debe también serlo; en este caso la víctima era Fernando; así decía en su pechera, escrito con plumón y mano trémula: “Fernando”. Era que daba lástima, por descontado de mi vocación de arcángel, como alguien me recordó hace poco. En cualquier momento caía de rodillas y se echaba a llorar, parecióme. Era, sin ir más lejos, un personaje de Dostoievski; entonces ignoraba su gentilicio, pero no tuve que soñar mucho para verlo en Semipalatinsk o en Omsk, agramando el lino o maldiciendo a sus caballos, un mujik cualquiera. Y la gente no paraba de gritarle y él nada respondía, cabizbajo; una y otra vez se equivocaba en el llenado de las tinas, y ahí aparecía ella, con su voz chillona y sus ademanes de madre superiora, presta para ofender en público al nuevo incauto, cual si fuese a ser llevado a la hoguera de uno a otro instante. Compadecido, le ofrecí ayuda y lo instruí sobre cómo hacer de forma más fácil su labor. Partí a suplantarlo, a espaldas del monstruo supervisor, cada vez que le tocaba llenar la tina. Mi compadre Julio me reprendía, me decía que lo dejara solo para que aprendiera, que no fuera hueón. Lo ayudé igual, dentro de lo posible. Luego fumamos un cigarrillo a la hora de salida, veinte para las ocho de la mañana; ahí me contó que provenía de la capital de la Araucanía y que la suerte no le era favorable en el último tiempo, digamos en los últimos veinte años, tal era su edad. Venía arrancándose de los continuos reproches que le hacían sus padres, además de la destrucción y la maldad toda que emanaban de Temuco y que yo, francamente, ignoraba que existiese. Remató diciéndome que había sido un tipo medio pastel en la vida, cosa lógica desde el hecho de que había ido a parar ahí, pero que me extrañó un tanto, tan discreto y apocado veíase.

Por supuesto que me equivoqué, como me equivoco en todo. Las primeras impresiones no son lo mío. Por lo demás, en el rato aquel que te venía contando, considerado lector, Fernando ya no era el Fernando, sino el Osama.

9 Comments:

Blogger salgadoboza said...

¿Fernando s conviertió en Jeremy, el chico del tema de Pearl Jam? ¿Mató a todos los operarios cuando tú ya estabas aquí en Santiago? ¿Bowling for Chiloé?
¿Quién te dijo que tenías ínfulas de arcangel?

Yo lo he visto, pero no a mí.

7:59 p. m.  
Blogger Gonzalo Hernández Suárez said...

No creo, porque volvió a su tierra antes de que yo retornara. Pero quién sabe. Lo último que supe de él, hace casi cuatro años, fue un mensaje de texto que rezaba: "Estoy p la caga"

8:52 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Él puede que pareciera un personaje de Dostoievsky. La supervisora seguro salió de una película sadomaso de Fassbinder.

11:25 p. m.  
Blogger Gonzalo Hernández Suárez said...

A futuro más y mejores descripciones del monstruo supervisor.

5:43 p. m.  
Blogger salgadoboza said...

Esto me huele a Gonzalo tomando el rol del "Rockero chico trabajador". Una joda tipo Ignatius Reilly...

9:02 p. m.  
Blogger Gonzalo Hernández Suárez said...

¡Qué recurrente está siendo ese demonio de Ignatius Reilly últimamente!

Matar a Kennedy toole.

5:22 p. m.  
Anonymous Anónimo said...

Apoyo la moción.

4:08 p. m.  
Blogger salgadoboza said...

Jódanse los dos. Y mejor matemos la frase más que recurrente... esa del libro cerrado y el desierto negro...

12:51 a. m.  
Blogger Gonzalo Hernández Suárez said...

También apoyo.

Kill 'em all

7:36 p. m.  

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