Un lugar cálido
A Gabriel Troika.
Recuerdo claramente la vez que soñé que existía. Era un febrero que actuaba como crepúsculo en un sentido más amplio que el estival. La bruma líquida nacía del suelo arenoso y se extendía por la llanura hacía más allá del lugar de donde provenía el ganado. La amistad arriba de todo, en la mañana, y la vida era niebla, una blanca y húmeda nube permanente que flotaba entre nosotros y bajo los cielos invisibles. La luz de una intensidad espectral, cargada hacia un sector indefinido del ojo, bella hasta lo dañino, musical. Una uniformidad cegadora que en un alma poco inclinada a la claridad podía resultar hasta claustrofóbica, pero a mí no se me apareció así pues todo era excepción. Soñaba con quedar ciego para siempre; una ceguera total, completa, la que no me fue dada. En la tarde, mis pies se bañaron en una cálida, transparente agua a medio camino entre el dulzor y la salinidad, y los cangrejos se mostraban hostiles ante mis dedos sumergidos en insular arena, pero reaccionaban como liliputienses ante la embestida de los pasos del gigante, tan soluble. El canal desembocaba en un universo evanescente de liquidez brumosa, y las aguas se abrían hacia el infinito en espumantes bríos de danza orgiástica, donde la cópula de las olas con el cielo inmaterial podía escucharse en gritos de estruendo salpicado de lujuria oceánica, en bravatas de sangre que estallaba seminalmente en un punto nada perceptible para el espíritu mediterráneo que constituye mi ser. Lo mío era la niebla, esa dulce ambigüedad de lo vivido que brotaba de mi nueva tierra, así que volví sobre mis pasos y sobre la estepa de eternos granos me posé, preso de un eco que sólo lograba prolongar esa ingravidez adúltera, a medio camino entre la desdicha vital y el jolgorio del sueño. Grata dualidad, tibia cadencia, espectral zumbar de oídos. Y las melodías se sucedieron como las millares de gotas que el viento traía consigo en nebulosa forma, envolviéndonos. Junto al amigo fraterno cantamos una Reflexión de manera estruendosa, en un silencio tan colmado de felicidad que parecía insoportable de lo irreal. Juntos compartimos ese Sitio Tibio mientras una forma esférica y rojiza se distinguía entre las nubes danzantes, arremolinantes, y la VERDAD brillaba en medio del vórtice invitándonos al eterno naufragio, a extraviar todo timón, a permanecer en la nocturna fornicación de todo dolor, ese que nos otorga los eternos laureles de una vida suprema, elegíaca y aristocrática. Dolor y plenitud danzando de la mano a través de la soledad del aire, como fantasmal mármol que deviene cíclicamente a través del correr de las aguas, en ese punto inexplicable en que la tibieza de la tierra se une con lo gélido interminable del mar austral, en una estacionaria retroalimentación similar al compartir de fluidos de dos gigantes acéfalos profundamente imbuidos de placer, extáticos ante una violación en común sin parangón cósmico anterior, andrógino abuso de eternidades, y nosotros en medio de ese vendaval de lascivia divina, con la niebla como un manto interpuesto por los Dioses que impedíanos contemplar la esencia del concubinato sideral, pero que nos mantenía flotantes, puros y vulnerables, como fetos que comparten un trozo inmaterial de invisible placenta, y donde la bruma era el útero germinal, el Lugar Cálido desde el cual se podía observar con claridad y sin límites de tiempo el modo en que el clima cambia. En ese punto arenoso, donde el suelo blando paría los torbellinos nebulosos que nos cubrían, me remonté a la ciudad de los Antiguos Emperadores e hice valer mi bien ganado derecho a la estupidez respirando de las miasmas de la tierra el aroma vacuo de las insipidez humana, llenando mis pulmones del limpio aire de desafección que tanto necesitaba; sentía en mi interior como el oxígeno se iba transformando en líquido, y la naturaleza se mimetizaba orgánicamente en mis pulmones; cumplíase una estación, y cuando abrí mis ojos para contemplar nuevamente el sueño, el crepúsculo se había consumado de una forma igualmente etérea que el resto de la jornada; hacia el devenir nos entregamos, jubilosos y prácticos en la recolección de material inflamable. Nació el fuego en medio de la noche, y el nebuloso manto se abrió dando paso a la colección de estrellas australes, amplio catálogo que, percibido al calor de las llamas centelleantes, fulgía como aureolas que coronaban a la divinidad saciada de su salacidad y que, ahora, retornada al Olimpo, nos protegía bajo el regazo de la pasión en lento deceso. Y los ojos de Heráclito nos observaban desde la fogata mientras la conversación abordaba zonas insospechadas y las iluminaba sin necesidad de la vista. El calor y los oídos lo eran todo en ti, Cucao añorado, y en tu corazón mismo comprendí a mi amigo en su enseñanza de que el lenguaje debía ser moldeado en función del placer, así como los Dioses creaban y parían en un mismo proceso de satisfacción y vómito unificante, aunándolo todo en elementos dispersos, imbuidos en goce y dolor, pues no hay otro camino posible, según nos indicó esa noche el mapa estelar de las deidades interplanetarias que formaban, sobre nosotros, en la bóveda adamantina que constituía nuestro reflejo, una parábola configurada de cientos de espirales distintas y luminosas, mientras la noche y Chiloe se apagaban en la distancia y la vida retomaba su flujo ordinario y la pasión y el esfuerzo habíanse fortificado en esa jornada de ensueño estival. Un alma renacía agradecida hacia ese vórtice que había reinyectado en mí el amor hacia la existencia de manera tan indefinible.
Recuerdo claramente la vez que soñé que existía. Era un febrero que actuaba como crepúsculo en un sentido más amplio que el estival. La bruma líquida nacía del suelo arenoso y se extendía por la llanura hacía más allá del lugar de donde provenía el ganado. La amistad arriba de todo, en la mañana, y la vida era niebla, una blanca y húmeda nube permanente que flotaba entre nosotros y bajo los cielos invisibles. La luz de una intensidad espectral, cargada hacia un sector indefinido del ojo, bella hasta lo dañino, musical. Una uniformidad cegadora que en un alma poco inclinada a la claridad podía resultar hasta claustrofóbica, pero a mí no se me apareció así pues todo era excepción. Soñaba con quedar ciego para siempre; una ceguera total, completa, la que no me fue dada. En la tarde, mis pies se bañaron en una cálida, transparente agua a medio camino entre el dulzor y la salinidad, y los cangrejos se mostraban hostiles ante mis dedos sumergidos en insular arena, pero reaccionaban como liliputienses ante la embestida de los pasos del gigante, tan soluble. El canal desembocaba en un universo evanescente de liquidez brumosa, y las aguas se abrían hacia el infinito en espumantes bríos de danza orgiástica, donde la cópula de las olas con el cielo inmaterial podía escucharse en gritos de estruendo salpicado de lujuria oceánica, en bravatas de sangre que estallaba seminalmente en un punto nada perceptible para el espíritu mediterráneo que constituye mi ser. Lo mío era la niebla, esa dulce ambigüedad de lo vivido que brotaba de mi nueva tierra, así que volví sobre mis pasos y sobre la estepa de eternos granos me posé, preso de un eco que sólo lograba prolongar esa ingravidez adúltera, a medio camino entre la desdicha vital y el jolgorio del sueño. Grata dualidad, tibia cadencia, espectral zumbar de oídos. Y las melodías se sucedieron como las millares de gotas que el viento traía consigo en nebulosa forma, envolviéndonos. Junto al amigo fraterno cantamos una Reflexión de manera estruendosa, en un silencio tan colmado de felicidad que parecía insoportable de lo irreal. Juntos compartimos ese Sitio Tibio mientras una forma esférica y rojiza se distinguía entre las nubes danzantes, arremolinantes, y la VERDAD brillaba en medio del vórtice invitándonos al eterno naufragio, a extraviar todo timón, a permanecer en la nocturna fornicación de todo dolor, ese que nos otorga los eternos laureles de una vida suprema, elegíaca y aristocrática. Dolor y plenitud danzando de la mano a través de la soledad del aire, como fantasmal mármol que deviene cíclicamente a través del correr de las aguas, en ese punto inexplicable en que la tibieza de la tierra se une con lo gélido interminable del mar austral, en una estacionaria retroalimentación similar al compartir de fluidos de dos gigantes acéfalos profundamente imbuidos de placer, extáticos ante una violación en común sin parangón cósmico anterior, andrógino abuso de eternidades, y nosotros en medio de ese vendaval de lascivia divina, con la niebla como un manto interpuesto por los Dioses que impedíanos contemplar la esencia del concubinato sideral, pero que nos mantenía flotantes, puros y vulnerables, como fetos que comparten un trozo inmaterial de invisible placenta, y donde la bruma era el útero germinal, el Lugar Cálido desde el cual se podía observar con claridad y sin límites de tiempo el modo en que el clima cambia. En ese punto arenoso, donde el suelo blando paría los torbellinos nebulosos que nos cubrían, me remonté a la ciudad de los Antiguos Emperadores e hice valer mi bien ganado derecho a la estupidez respirando de las miasmas de la tierra el aroma vacuo de las insipidez humana, llenando mis pulmones del limpio aire de desafección que tanto necesitaba; sentía en mi interior como el oxígeno se iba transformando en líquido, y la naturaleza se mimetizaba orgánicamente en mis pulmones; cumplíase una estación, y cuando abrí mis ojos para contemplar nuevamente el sueño, el crepúsculo se había consumado de una forma igualmente etérea que el resto de la jornada; hacia el devenir nos entregamos, jubilosos y prácticos en la recolección de material inflamable. Nació el fuego en medio de la noche, y el nebuloso manto se abrió dando paso a la colección de estrellas australes, amplio catálogo que, percibido al calor de las llamas centelleantes, fulgía como aureolas que coronaban a la divinidad saciada de su salacidad y que, ahora, retornada al Olimpo, nos protegía bajo el regazo de la pasión en lento deceso. Y los ojos de Heráclito nos observaban desde la fogata mientras la conversación abordaba zonas insospechadas y las iluminaba sin necesidad de la vista. El calor y los oídos lo eran todo en ti, Cucao añorado, y en tu corazón mismo comprendí a mi amigo en su enseñanza de que el lenguaje debía ser moldeado en función del placer, así como los Dioses creaban y parían en un mismo proceso de satisfacción y vómito unificante, aunándolo todo en elementos dispersos, imbuidos en goce y dolor, pues no hay otro camino posible, según nos indicó esa noche el mapa estelar de las deidades interplanetarias que formaban, sobre nosotros, en la bóveda adamantina que constituía nuestro reflejo, una parábola configurada de cientos de espirales distintas y luminosas, mientras la noche y Chiloe se apagaban en la distancia y la vida retomaba su flujo ordinario y la pasión y el esfuerzo habíanse fortificado en esa jornada de ensueño estival. Un alma renacía agradecida hacia ese vórtice que había reinyectado en mí el amor hacia la existencia de manera tan indefinible.