viernes, abril 13, 2007

¿Dónde están las personas?

El diario La Tercera le dedicó un reportaje este domingo a Jorge Lizama Sazo, un individuo con habilidades innatas para hacerse conocido. Su currículo se inicia el 11 de septiembre del 2005, cuando ataca un local de Burger King en las cercanías del Cementerio General. Ese mismo día, supuestamente, arremete con una molotov contra la Moneda. Cierto o no, su rostro cubierto es retratado junto a la ventana en llamas del inmueble palaciego. Más recientemente, amparado en la turba para la coincidencia entre el fiasco del Transantiago y el Día del Joven Combatiente, le rompe de un piedrazo el parabrisas al automóvil de la jueza Gloria Chevesich. Nuevamente se las arregla para quedar registrado en cámaras de todo tipo.
Conviértese, probablemente sin desearlo, en un “rostro”. Aún encapuchada, su faz se funa ejemplarmente para cada evento. Talento singular el de este sujeto. Una cara tapada que se hace visible como imagen pública en medio de la masa carente de rasgos debe tener ciertas dotes especiales, necesariamente. El periodismo, que siempre procede de mala leche, aprovecha la ocasión para presentarlo de forma muy burda a la ciudadanía. Puesto al descubierto su semblante, en la nota se incluye una fotografía grotesca de cuando Lizama era niño: una postura simiesca, la lengua afuera, ojos desviados haciendo el idiota…, en fin. Todos tenemos alguna foto indigna. Sería absurdo pensar que este tipo, dado su carácter, constituiría una excepción a la regla. El mensaje periodístico, en cualquier caso, resulta claro. Cito la bajada del artículo: “Son ultraviolentos, inorgánicos, no poseen una ideología clara.” Podría también agregarse: “Son neoprimitivos”, pero siempre será preferible dejarlo sugerido.
La historia de este joven, con sus resortes psicológicos y pequeñas anécdotas que la constituyen, es desmenuzada con notable malicia por los hábiles reporteros. Jorge devino vegano luego de que a los ocho o nueve años presenciara la matanza de un cordero. Eso, junto a la separación de sus padres, sería el factor determinante en su formación. Pero también nos cuentan que sus amigos lo apodan “Kenny”, en alusión al personaje de South Park que muere en cada serie, cosa tal vez igualmente reveladora. Cuesta poco ver en ese detalle una relación con su don; probablemente ha sido siempre sindicado en su casa, colegio y barrio, como responsable de tropelías y maldades de todo tipo. Es casi seguro que carga con actos de otro que luego él luce como propios. Funarse a cada rato equivale a morir un poco cada día, pero también implica cierto nivel de íntima satisfacción, todos lo sabemos.
De paso, en un estilo muy típico de la línea editorial del medio, se nos entrega un relato de cierto diálogo acaecido supuestamente en momentos del asalto a la Chevesich. Alguien habría intentado calmar a la turba aludiendo a la condición humana de la ministra. Algo así como: “¿Qué están haciendo? ¿No se dan cuenta de que se trata de una persona?” A lo cual Lizama habría respondido: “Si es por eso, los pacos también son personas.”
No es una mala contestación, desde luego. Hace que uno se debata entre varias posibles respuestas. En un instante de acción directa, sencillamente diluye la réplica. Estamos en la calle, en medio de una ocasión soñada de escupir a la autoridad, no en un tribunal o una sala de debates. El diálogo, en realidad, es lo de menos. Lo más probable es que ni siquiera tuviera lugar. Un aliño periodístico que ilustra un carácter antihumanitario e inconsciente de parte de esta masa manifestante por medio de su improvisado vocero.
Podríamos aceptar la idea de que los pacos no son, en verdad, personas. Ni siquiera “delincuentes con insignia” (eso sería humanizarlos). El policía impersonal, una marioneta, un resorte movido por un sistema, una caja hueca, máquina de articulaciones preestablecidas, programadas, sin identidad propia. Un fenómeno ante nosotros no muy distinto que un semáforo. Pegarle una patada voladora a una de estas entidades tiene un valor simbólico análogo a quemar una bandera chilena o estrellar una silla contra un ventanal de Mc Donald. No se atenta contra gente sino contra instituciones, lo cual es un triste desahogo. Hay quien puede sentir placer estético al contemplar un trozo de cemento impactando un rostro policial, pero al desperzonalizar el objeto de ira no se consigue avanzar mucho en términos reivindicativos, ni aún lúdicos. Siempre es necesario algo más. La mecánica de la descarga vacía no admite satisfacciones plenas. Si el paco no es persona, por extensión no hay fines en el acto de lucha sino una pelea e inconformismo renovables mientras exista cierta “energía” en el organismo que protesta.
Los pacos, de esta forma, son objetos verdosos perfectamente sustituibles unos por otros en sus funciones. Hoy un grupo de ellos “resiste” o “reprime” a tal masa en el centro. Mañana serán otros…, ¿o los mismos? Da igual, según parece. Y si eso es así, cosa análoga sucederá con los púberes jugando a combatientes. ¿Cuántos de los que hoy apedrean encapuchados el Hospital del Trabajador en repudio del pésimo sistema de transporte son los mismos que rompen los paraderos en demanda de una educación igualitaria y digna? Los términos de esta dialéctica entre pacos y manifestantes se nivelan en términos de insustancialidad.
El concepto de “familia” que pueda haber detrás del carabinero individual ha sido soslayado. Efectismos del sistema. Acaso el vegano que aporrea la fábrica de pollos imagine otro tipo de base para su condición. Lo sostienen sus creencias personales, por ejemplo, ya que familia y religión pasan a ser ficciones sociales. Tal vez tenga fe en la posibilidad de una vida en pequeñas comunidades, o crea en el autogobierno y en la producción de alimentos a escala individual. Defenderá también el uso de la bicicleta como alternativa de desplazamiento. Probablemente apruebe la causa mapuche apoyándose en Bakunin, en la misma medida que afirma los derechos de los animales. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos no puede tener total fe, sin embargo. Hay seres humanos que no son, en verdad, humanos, como los pacos. Además la pancarta humanista ha sido demasiado enarbolada por el sistema y como tal resulta dudosa. ¿Y no es dudosa, entonces, la efigie del Che en las poleras combativas, máxime si en algunas aparece mimetizada con el rostro de Homero Simpson?
Confuso credo, y cómo no habría de serlo en tiempos en que resulta más fácil nombrar aquello en lo que no se cree. Hablemos entonces de capitalismo, de sistema estatal y parlamentario, de cualquier forma de autoridad, del fraude electoral, de las corporaciones multinacionales, de la industria alimenticia, de George W. Bush y los Estados Unidos, de la hegemonía de las sociedades patriarcales en occidente. Todo un concierto que se podría llamar “las injustas condiciones sociales de Chile y el mundo”. Ello podría sostener con mayor legitimidad los motivos de la rebeldía; amplio catálogo de infamias que, con toda razón, mueven al descrédito. Lo triste es que no hay, en verdad, fuerza alguna que emane del ideario positivo de las creencias. Sólo contamos con una energía centrífuga de pura negatividad, cuyas piezas ideológicas actúan autónomas al modo de un enjambre discursivo que revolotea alrededor de sí mismo sin alcanzar nunca una unidad definida. Que las identidades resulten diluidas en esta vorágine y de ahí el incesante intento de reconstruirlas, será materia predilecta de la posmodernidad académica. En la protesta callejera, sin embargo, duele no notar más que la manifestación impersonal y huera de las miles de ideologías rondando actualmente. Detrás del proscenio en que ello transcurre no hay personas, sólo texto sin actores reales.
Situación inadmisible para el sistema. A la luz de los hechos, - o ante su oscuridad-, se hace necesario gestionar la debida presencialidad de estos jóvenes con figuras precisas que no permitan ambigüedad, como una ley de responsabilidad adolescente, por ejemplo. Pronto se pedirá bajar la responsabilidad penal a los doce años, más tarde a los diez, y así en lo sucesivo. Estrategias de inclusión. El rebelde u inconformista es integrado al incorporarlo en determinada figura legal, se supone. Su identidad será reforzada con el aparataje social previsto para estos casos: tribunales, personal de gendarmería, carros celulares, grilletes, etcétera. Pero que la sociedad reaccione de esta manera no es, en ningún caso, garantía de personalidad, menos de tranquilidad futura. Ya podemos emular a Diógenes de Sínope y salir a las protestas portando una lámpara encendida a plena luz del día, tratando de “encontrar hombres” en medio del tráfago de piedras y sirenas. Hoy por hoy debemos tener cuidado al hablar, eso sí. No “hombres”, nótese, pero sí “hombres y mujeres”, o tal vez “gentes”. Por un descuido podemos herir sentimientos de género altamente sensibles. De pronto nos podemos ver envueltos en un lío como la Chevesich. Puede que no lidiemos con seres, pero a las ideologías en movimiento hay que guardarles su debida consideración.
¿Resultados de un trazado ciudadano desigual? ¿Consecuencias de la exclusión? ¿Efectos a nivel local de la globalización en marcha? ¿Reacciones de las periferias sin voz? ¿Un sistema que obtiene lo que merece? ¿El desenlace propio de una sociedad que no frecuenta el debate franco? ¿Una brisa de espíritu adolescente que busca su espacio?
Algunas. Todas. Ninguna.
Me quedo con la imagen de un Jorge Lizama como émbolo del torpe inconformismo, con su carga mediática de vacuidad añadida, efigie que no obstante demanda respuestas racionales para algo que hace rato dejó de pertenecer a la razón. Dejemos entonces hablar a la lógica social con sus manicuristas de sistema. Familiaricémonos con la amplia gama de discursos insustanciales flotando en el aire, invitando al otro a formar parte. Seamos receptivos, tolerantes, abiertos al diálogo. Creámonos inocentes de cuanto pasa, propongamos soluciones. Mostrémonos resolutivos, esta es nuestra gran empresa y hemos de cuidarla. Riamos.