sábado, noviembre 25, 2006

FF (Fracasos Flaubertianos)

He heredado. Me retiro al campo. Estoy harto de la vida citadina. No tengo mujer ni hijos, sólo un amigo. Lo conmino a acompañarme. Él, como yo, juzga que más vale vivir sin mujeres. Tenemos libros. Empacamos bártulos, pertenencias varias, pero nos demoramos un par de años en elegir el mejor sitio posible dentro de nuestra geografía; finalmente emprendemos la marcha, decididos a vivir de lo que mi amigo llama “la opulencia de la tierra”.
La hacienda cuenta de treinta y cinco hectáreas. La casa precisa de ciertas reparaciones. La huerta está a mal traer. El granjero arrendatario nos hace ver una infinidad de imperfecciones a reparar. ¡Qué suerte que ha llegado un patrón preocupado de poner todo en orden! Mi amigo me llama a desconfiar de las lisonjas. Lo tomo en cuenta. Postergamos la visita a los notables del pueblo y nos dejamos ver poco. El misterio que nos rodea es bastante absurdo, pero apenas si pensamos en ello.
Hay que trabajar. Mucho trabajar.
Las posibilidades que parten de las treinta y cinco hectáreas parecían inagotables. Los espárragos y los guisantes iban bien, pero resultaba mezquino de espíritu dedicarse sólo a la horticultura. Nos instruimos acerca del trabajo campestre. La literatura agrimensora nos abrió un abanico de infinitos y maravillosos saberes. Nos empapamos de métodos locales y extranjeros para extraer un mejor provecho de la tierra. Adquirimos bueyes, carneros, cerdos. Desempedramos una pequeña colina, empresa que nos demandó grandes dosis de esfuerzo. Todo debe aprovecharse. Despedimos al viejo arrendatario (un saboteador) y contratamos nuevo personal, entre animales y sirvientes un poco más semejantes a nosotros. Reemplazamos la lectura del atardecer por largas jornadas de vigilancia y trabajo. Todo debe hacerse de manera correcta. He invertido buena parte de la herencia para los cultivos de los primeros años.
Algo no marcha bien. Los cursos de Gasparín se contradicen en partes fundamentales con el manual de Roret. Las recomendaciones de Puvis no han dado buenos resultados. La casuística elaborada por Leclerc no se condice con nuestra experiencia. De seguir las recomendaciones del mayor Beetson, abandonaríamos todo abono. ¡Descabellado! No nos ha sido posible, tampoco, dar un uso práctico a la clasificación de Luke-Howard sobre los estadios del clima. Las nubes que asemejan islas pueden confundirse con aquellas que se alargan como cabelleras. Además, como dijo ese gran autor:
“Las formas cambiando antes de que ellos hubieran encontrado el nombre.”
Eso es lo que sucede, sólo que en el momento no nos apercibimos. Los resultados se dejan ver después, en un proceder cruel de parte de la naturaleza. Enumero algunos: granos de trigo perdidos a causa de los temporales; rendimientos deplorables debido al sobreexceso de orujo; corraleras embarazadas, paternidades inciertas; más gente viviendo a costa nuestra; robos de parte de los trilladores, de los pastores; una colina que produce aún menos habiéndose desempedrado; coles del porte de calabazas, incomestibles. Corolario: una cosecha de melones con gusto a tomate.
Hay que optar por el cultivo a gran escala, me digo. Vivimos en tiempos de rendimientos industriales. Pongo todo mi haber en la compra de nuevos y más ostensibles medios de producción. Nos abocamos a la lectura de las teorías “duras” acerca de los nuevos usos de la tierra. Visitamos latifundistas vecinos, observamos y admiramos sus métodos. Los aplicamos. Vuélvome un adicto a toda forma de abono. Recibo cadáveres de todo tipo, elimino las letrinas, improviso fabricando el guano. Por las noches sueño con estiércol en múltiples formas. Fantaseo con una ubérrima lluvia de excrementos. Mi tierra huele a rayos, pero sé que en el fondo el oro es mierda o la mierda es oro; como sea, sonrío (por un tiempo).
Los campesinos son incapaces de entender correctamente el empleo de los nuevos instrumentos. Se empeñan en estropearlo todo. Las cosechas, pestilentes, se han vendido a muy bajo precio. Es la falta de personal adecuado, me digo. Reviso los manuales. Junto a mi amigo consideramos una forma de mejorar los quintales de trigo que se salvaron del desastre. Un sistema holandés, Clap-Meyer, de fermentación, parece el más indicado. Resultado: los almiares incendiados. Otro año a pérdida. Más de la mitad de la herencia en cifras rojas en mis laberínticos libros contables.
Entonces estudiamos las posibilidades de la fruticultura y decidimos ponerla en práctica. Ciruelos, perales, manzanos, damascos. Largas jornadas eliminando orugas. Noches de insomnio debatiendo acerca de los mejores pesticidas a utilizar. Con mi amigo discutimos el modo de lograr un ideal de fertilidad. De seguir a rajatabla los postulados de los autores, para preservar los canales de savia debiésemos suprimir todo canal de riego directo. “Para mantenerse bien, sería menester que el árbol no tuviera frutos”. Dudamos un momento, preocupados de la paradoja que ello significaba.
Al cabo de unos meses, la catástrofe. Un intempestivo vendaval que llegó para barrer con cuánta fruta. Posas de barro con peras y paltas flotando indistintamente. Árboles raquíticos. Las pocas especies que se mantenían colgando de las ramas, picoteadas por aves malignas que se ufanaban en burlarse de nuestros espantapájaros (y eso que los habíamos vestido según la moda capitalina). Una vez ahítos, los cuervos, gorriones y jotes, posábanse en los alfeizares, arriba nuestro, sosteniéndose el vientre con las plumas cosa de aguantar de mejor forma los ataques de risa.
¿No sería un engaño más, la fruticultura?
Ya estaba comprobado, por lo menos, que la agricultura lo era. Un timo de proporciones rebelesianas.
¿Qué hacer?
(Antes de enciclopedistas, fuimos hombres de la tierra.)

domingo, noviembre 12, 2006

With Teeth

A mi lado, dentro de un frasquito generosamente facilitado por el señor dentista, tengo dos piezas molares que por estos días constituyen el núcleo desde el cual giran los sucesos que llenan mi vida precaria. Al compararlas con un martillo puede que no parezcan gran cosa, pero son ciertamente más grandes y gruesas que un clavo de dos pulgadas. La sensación, de hecho, es como cuando te martillan uno en un sector periférico de la encía, algo que todos, sin duda, conocemos muy bien. En lenguaje técnico, estamos hablando de las piezas uno y diecisiete. Para la imaginación, trátase del último rescoldo de juicio crítico que alguna vez pude poseer. ¿Qué haré, pues, a continuación?
Jugar Nintendo indefinidamente es, hasta ahora, la posibilidad número uno del ranking. Pero como eso también aburre, y además abrir la boca supone un esfuerzo de mierda, - la posibilidad número dos es optar por un mutismo oral voluntario, igualmente indefinido-, qué mejor que escribir un rato para un blog que alguna vez imaginé como plataforma de algo (so pretexto de una vaga idea de transitoriedad).
Ignoro qué haré a futuro, partí diciendo, pero algo vislumbro respecto a lo que he tratado de hacer. Nada de lo que viene a continuación, con excepción de Jó y de Conrad, tiene pretensiones de certeza.
He tratado de escribir una novela y he concluido dicho intento en un lapso que podría calificar de record. Calculé un promedio: siete páginas por día durante dos meses (Word, TNR, 12, int. sencillo.), considerando algunas borracheras intermedias que ayudaron a interrumpir, ocasionalmente, el ritmo de producción. Necesito de esas interrupciones para sentirme un poco menos enajenado, lo cual, - ya puedo escuchar las risas-, no es sino otra forma de enajenarse, lo sé, pero un hombre tiene la libertad de elegir cómo se engaña.
Dado que la novela podría calificarse de “negra”, guiándose de ciertas claves, he dado con el teléfono y el mail del señor Ramón Díaz Eterovic, al cual pretendo contactar y solicitar su juicio y su paciencia no bien termine las labores de corrección e impresión. Esto último, - imprimirla-, es probable que me lleve más tiempo que todos los esfuerzos previos. Deploro que sea tan necesario, ya que supóneme entrar en contacto con minucias tecnológicas para las cuales me sé maldito por una oscura voluntad decimonónica.
No mentiría diciendo que guardo ciertas expectativas con lo que pueda ocurrir con ella (hablo de la novela, no de la maldición, aunque en fin…). Tiene un argumento que podría insertarse en cierta corriente literaria por muchos vilipendiada. Reconozco de antemano el oportunismo que encierra esta declaración. En tiempos en que todo vilipendio constituye un motivo para ensalzar y redescubrir algo (cualquier cosa), esto bien puede leerse como estrategia publicitaria, que lo es, como el blog completo.
Pero he de advertirlo: Como todo, finalmente esto también está destinado a disolverse en joda. En base a ello es desde donde puedo hablar, con plena seguridad, de “expectativas”. Ahora, a otra cosa.
Han pasado nuestras celebraciones patrias con la misma enseñanza de siempre: una efeméride con nada digno de ser celebrado, por lo menos en Santiago de Chile. Como no vale la pena hacer memoria de ello, opto por recomendar la lectura del belga Georges Simenon a quien se interese por alguien que seguramente inspiró a Carver y a varios otros que hoy pregonan las virtudes del minimalismo. Aclaro algo: no he leído ninguna de las ochenta y tantas novelas protagonizadas por el Inspector Maigret; hablo sólo de dos de las restantes ciento-veinti-tantas que firmó con su nombre; por ende, tampoco refiérome a ninguna de las casi mil que escribió por encargo cuando gozaba del amplio desconocimiento internacional. Las que he leído, no está demás decirlo, son “Los Hermanos Rico” y “El hijo del relojero”.
He cumplido cuatro años junto a una mujer que me hace sentir muy bien cada vez que está a mi lado y aún cuando no lo está. Acaso entonces más, por eso del recuerdo y la idealidad. Como sea, Jó, tú sabes lo que es eso; al margen de mi humor durante estos días, sabes también que te amo y que pretendo extender este tiempo contigo mucho más.
Rodrigo me ha grabado en el PC el último disco de Deftones. Agradecido estoy de Agradecido, y asimismo emocionado. Trato con todas mis fuerzas de emular a Chino Moreno, y a pesar de que mis condiciones vocales sean paupérrimas, al menos en mi mejilla derecha he conseguido algunos progresos en términos de imagen.
Descubrí también una cinta que otro Rodrigo, - garboso misántropo adicto al nadir-, grabóme hace varios años y que tenía olvidada. Lo único que recuerdo es que el apellido de aquel intérprete es Johnson. No es Eric, ni Robert, ni Don. Sí es sesentero y compone unas operas roqueras donde se interna sin recatos en hermosas e infernales visiones lisérgicas. Su voz, extremadamente versátil, alcanza unos tonos agudos que son la envidia, literalmente hablando, de Bruce Dickinson. Hoy por hoy, trato de escucharlo diariamente como estrategia para tener los pies en la tierra.
En cuanto a Conrad…, he intentado tributarlo a mi manera, - muy aylwiniana, “en la medida de lo posible”-, pero temo caer en el insulto. Es el mejor descubrimiento que he hecho este año, con holgura. Más que Kennedy Toole y que Aira (espero que a alguien le duela esto). Decir más, acá, sería improcedente y vacuo. Baste sólo con mencionarlo.
Ahora, lo agraz:
Visité la Feria del Libro de Santiago.
Cierto texto en el cual comento algunas cosas de Michel Foucault ha visto la luz en una edición publicada recientemente. En rigor, ni siquiera se le pueden llamar comentarios a ese hatajo de liviandades garrapateadas para salir del paso.
Me han birlado el dinero del mes al frente de mis ojos a pocas horas de mi accidente con el dentista, lo cual ha contribuido sobremanera a ennegrecer el espíritu. ¿Algún posible culpable? Mejor no hablar de aquello de lo cual es preferible guardar silencio.
Cuando destapo el frasquito facilitado por el señor dentista advierto un aroma mefítico, difícilmente medible o susceptible de ilustración. ¿Serán esos jirones verdosos que rodean al par de infames lo que hiede así? Eso que hace días era carne rojiza igualmente asquerosa, ¿será que se pudre y muere? ¿Así voy a oler yo también?
¿Alguien sabe de una picada de formaldehído? (A bajo precio, por favor)