domingo, enero 28, 2007

Es Lo Que Hay

Más allá del inconformismo soterrado de la expresión, por debajo de los etéreos cimientos que la erigen como frase representativa de nuestra cultura, subyace una decisiva negación de ser que no está demás recordar en este período por lo demás abúlico y que, según todos los indicios, no existe propiamente. No al menos como un espacio tiempo lineal, ni mucho menos progresivo. Jamás como sustancia ni como viva entelequia. Tanto tránsito, tal vez, lleva a “lo que hay” a aparecer como fugacidad constitutiva de nuestra realidad, ya que otra cosa no se puede sostener entre tanta velocidad.
“Es lo que hay”. A nivel social lo decimos, por ejemplo, para excusar un rendimiento intelectual mediocre; para justificar una de tantas derrotas deportivas; para sostener un estado físico tal vez deplorable o una labor pobremente realizada. Comodín de mediocridad abierto a granjear simpatías y complicidades. Denota lo (poco) que hay en una parcela individual al mismo tiempo que busca hacer partícipe al otro de la mentada carencia. Cuando no eso, camufla una adulación subterránea proclive a la risa fácil. Ejercicio de autodefensa, en última instancia, para transitar en medio de la selva de competitividad ayudado por un cinismo imperceptible, ya que continuo. Disminución de la vergüenza enojosa y reducción humorística de la burla pública. Resultado: un sueño más plácido llegada la noche; un stress que elude la nulidad del yo para reducirse, en la forma, a la sobrecarga laboral y la intensidad del ajetreo ciudadano, extensivo a todas sus modalidades, desde luego incluidas aquellas atribuidas a la distensión y el relajo. Lo que hay, de este modo, ayuda como muletilla a no hacer hincapié en los elementos depresivos que conforman ese haber transitorio. Si es cierto que se habla como se piensa, entonces basta con decir estos cuatro monosílabos para morigerar notablemente un estado de cosas dado. Al mismo tiempo, sirve de ingrediente acre-cómico en conversaciones y veladas, disimulando de este modo la operancia latente que efectúa en el vivir.
Fuera de esto, o dentro del mismo enunciado, lo que hay ayuda a no conocer lo que es. Ser lo que hay resulta una expresión de nihilismo refinada, cuya gracia irónica consiste en acelerar el olvido de aquello de que se es consciente, no queriendo serlo. Como la vida, el bautizo, u otras arbitrariedades que “nos tocan”, sin tener la posibilidad de escoger si las aceptamos o no; la conciencia, así, deviene una suerte de lastre una vez que se aceptan la existencia y el nombre propio, por nombrar algunas incomodidades. El conformismo se define así como estrategia de autoayuda. Su eficiencia está determinada prioritariamente por el modo más o menos exitoso en que se concretice en el habla. En este sentido, un lenguaje solidificado, - dizque vivo pero en verdad más bien moribundo-, viene a paliar en buena medida la necesaria frustración. Ser lo que hay viene a poner en tránsito vegetativo eso difícil de asir y de aceptar. Reconocerse como caricatura es, sin duda, más halagüeño que nada.
Pero decir “es lo que hay”, además, transforma en jovial lo indigno que sobra del vacío. Fácticamente, podemos estar nombrando cualquier aspecto de lo intramundano. Realmente, estamos negando la realidad al nivel de una decisión contra toda ontología. Nos tragamos en la vorágine del movimiento que a un mismo tiempo da y quita la forma a un mundo. De paso aprovechamos de esbozar una sonrisa ante ello. La jovialidad será probablemente lo más de paso que hay en todo ello, a pesar de que paradójicamente sea lo único que perviva. Ha sido dicho en lengua romántica que la ironía es la forma de lo paradójico, pero ya no podemos creer que esto último sea, a la vez, todo cuanto hay de bello y grande.
Si algo hay de bello en el haber provisorio, resulta disuelto en las sucesivas series que lo conforman. Lo mismo puede decirse de la grandeza, la pequeñez, o en general todas las formas de extensión posibles de conocerse. Si en última instancia lo que se resiente con ello es el conocimiento como tal, mal podremos apelar a una totalidad en este escenario donde los estadios del ser han disminuido hasta prácticamente desaparecer. Una tautología, ser lo que hay, cuyo pilar resulta la paradoja por la paradoja, fórmula de neutralidad de las valoraciones cuyo objeto es preciso: Priorizar el mantenerse, vivir el día a día, negar las finalidades últimas, hacer llevadero el fracaso epocal.
Invertir las voces no constituye ardid válido; más bien equivale a la acentuación de un lamento; siendo consecuentes, habríamos de formular una suerte de: “¡Ay, lo que es!” Pero no se trata aquí de ser quejicas. Optamos, en cambio, por aparecer como chistosos de un siglo que nace muerto, tragicómicas sombras del no ser.




lunes, enero 22, 2007

BIP!

Son tiempos de cambio en las formas del desplazamiento urbano, escuchamos por todas partes. Un buen momento para recalcar que de esto resulta, quizás por causas que podríamos llamar inevitables, una permanencia, una insistencia en cierta belleza que nos es connatural.
La tarjeta, bien lo sabemos, nos lo han repetido desde todos los ejes, tiene por apellido “Bip!”. Resulta evidente el origen onomatopéyico de la expresión aquí reseñada. La máquina emite un sonido, los hombres van y lo reproducen fonéticamente, persistencia del balido que nos hace humanos. Nada nuevo hay en ello ni en nada de lo que expondré a continuación.
El receptáculo emite dicho sonido y no otro; ello es porque tiene sus razones para hacerlo. A pesar de que mucho se ha especulado bajo excusa de los más arbitrarios motivos, - con fines propagandísticos, las más de las veces-, la verdad es una y clara en esta materia: El Bip! de la maquinita alude, como todos ya saben, a una imitación del canto de las aves. Imitación artefactual, fuertemente mimética, en quinto o sexto grado en escala de millón (en el cruce entre Platón y Houllebecq está la más precisa respuesta), pero imitación al fin y al cabo. La conclusión es unívoca: esto emparenta al sistema con el sempiterno deseo del hombre por volar.
Sería de una ingenuidad inadmisible atribuir a una casualidad el hecho de que el dispositivo sea empleado para mentar los desplazamientos ciudadanos.
El saber popular, muchas veces renegado, nos recuerda que la movilidad terrestre, sea ésta subterránea o en altura, esconde en su función tecnológica una nítida ambición de trascendencia. Bien lo sabe la industria aeronáutica; juega diariamente con ese saber, haciendo de ello un lucro sideral, mayor que cualquier empresa de transporte terrestre o marítimo. Ahí donde tecnología e ionósfera se confunden, sitúase el límite que el humano ha trazado en términos de metafísica industrial. Pero a no engañarse: esa localidad es en realidad una borradura, en este caso la de los orígenes del capitalismo, con toda la seriedad de consecuencias que ello conlleva.
Ya que la máquina es el ente mediador por excelencia en todo este constructo histórico, hoy por hoy nadie tiene empachos en decir que el hombre no es medida de inmanencia para el todo. Ello no hace ninguna novedad, si bien nos acerca a nuestro objeto en las implicancias de la voz “Bip!”. La máquina, podemos añadir en consecuencia, está desde siempre en un plano ideal superior al humano. Las superposiciones intermedias no hacen diferencia, si bien constituyen una de las posibilidades de que podamos notar las diferencias más o menos visibles en el mundo.
A menudo nos topamos en los muros de los arrabales con un stencil provocativo y enigmático. Un niño corre con los brazos extendidos mientras una paloma lo observa en ademán pesaroso. En ciertos bares opinan que el significado es muy claro y alude a una pronta catástrofe; en otros, vacilan en ser tan categóricos. Todos, sin embargo, coinciden en algo: la significación de ello es eminentemente ciudadana. Parece más que probable que así sea, en efecto, toda vez que la imagen no se ve en otros parajes que no sean los cordones que rodean a nuestra querida capital. Al menos yo no tengo noticia de que el stencil haya sido visto en campos, montes, lagos o desiertos, si bien cierto mito urbano pregona que en ocasiones, cuando se vuela a gran altura, es posible deducirlo a través de cierta nomenclatura de nubes, a no menos de tres mil quinientos metros por sobre el nivel marítimo. Me declaro agnóstico frente al particular.
Mientras, nuestros oídos se llenan de repeticiones del sonido en cuestión. Repeticiones de repeticiones, proliferación de un deseo trunco y a cada paso más inconfeso, por cuanto oculto en capas de desplazamiento ciudadano ininterrumpido. El movimiento es implacable para con todo origen, pero ahí tenemos la sabiduría popular para hacer de ello una memoria en cada período amnésico, o la suma de estos, que es decir la existencia.
Jamás volaremos, ingrata certeza. A falta de alas, bueno resulta el plástico de la tarjeta. Útil, cuando menos, para olvidar mientras se viaja. La vieja alegoría del alcohol permanece en operancia, contrario a lo que sostienen los dogmáticos de la academia.
Queda un consuelo, que tiene el mérito de rescatar la belleza propia del proceso. El humano, haciendo valer las estrategias de significación que tiene a la mano, intenta asir el deseo escondido por medio de una reproducción onomatopéyica. Cierto es que no puede sino fracasar, toda vez que con cada voz, cada graznido, ha añadido una capa más de incomprensión al tránsito de lo olvidadizo. Pero ese nuevo fracaso, esa derrota que se repite hasta el paroxismo, ¿no es señal de una muy estética caída? No hay llamas rondando, pero es innegable que seguimos participando de los dominios de la belleza.