O metalear piscoleando, en la calle y escuchando discman, solo, con una botella de plástico llena de brebaje en el bolsillo de una parka encontrada en la acera pública otra noche igual de pistoleado, en Libertad con Portales, parka que aún conservo, no así la botella en cuestión, que terminó en el suelo y pateada por un punkie encontrado en la ocasión de la noche con el cual discutía de si acaso el thrash es algo auténtico o de si la música punk es o no una actitud de vida, qué se yo, o en tantas otras partes, como en el departamento de Daniel por ejemplo, Mitienka para los amigos, pues su carácter homológase con el de Dimitri Karamazov en lo fogoso, noble corazón, y en su departamento, digo, escuchando At the Drive In y preparando piscola tras piscola en armónica correspondencia con la música, aunque a los At the Drive In no les guste que los llamen metaleros ni quieran tener nada que ver con el metal, menos todavía a The Mars Volta, lo cierto es que en la memoria aparece como un recuerdo nítido de una metaleada bien regada con piscola, como con Salgado y Chachi tarareando todos los discos de Death bajo el auspicio de Capel o de Tres Erres o alguna otra compañía pisquera, o la otra vez con Zeto Bórquez en su refugio, cuando me pasó su magnífica publicación “La pichula de Heidegger”, o al menos uno de sus ejemplares, además de un volumen de su trabajo que contiene la impronta de Juan Luis Martínez, según el mismo Zeto Zeto reconoce y admite y hasta se enorgullece, sí, aquella vez en que saltó a la palestra Slayer y Testament e incluso por ahí un par de temas de Cryptic Slaughter en vinilo, egregia reliquia de los años de gloria del thrash cuando Napalm Death hacía sus primeras, y mejores, armas en esto que se ha dado por llamar metal extremo, pero el hecho es que piscoleamos, además de flirtear con el whisky y la cerveza y la mixtura de todo, de suerte que mi memoria al final se resiente y termino viéndome con la misma parka que en la euforia de la piscola aparece en la imaginación como la chaqueta de ese Archimboldi soñado alguna vez, prenda que consiguió a la par de su primera máquina de escribir, como todos recuerdan, aunque todo esto a fin de cuentas sea la mar de absurdo pues el hecho es que estoy caminando piscoleado bajo la luna de Santiago, tal como alguna otra vez lo estuve en otras latitudes, Dalcahue por ejemplo, con las estrellas meándome encima y enfermo de la guata pero sin hacerle el asco a la piscola e insistiendo en poner Tool y Alice in Chains a todo pulmón, aún a pesar de que ciertas tipas ahí reunidas se rehusaban pues preferían la Radio-Activa o quién sabe cuál emisora local, y tras las pistolas se pasó de milagro el revolverse de los intestinos o quizás fue la música, el hecho es que después las fuimos a dejar al pueblo con el Pato y para hacer eso teníamos que bajar por una cuesta de cerca de un kilómetro de extensión, esa que lleva a Mocopulli, pero lo difícil no era bajarla sino lo que venía después en sentido contrario, se entiende, y entre la lluvia y la locura se nos ocurre hacer una carrera EN SUBIDA, la cual por supuesto perdí, pero de pronto un sonido aparece de entre los matorrales y he ahí una chilota mojada hasta las barbas, aterrada, y a la cual al parecer habían violado y abandonado a su suerte, vaya sorpresa se imaginarán, claro, lo cierto es que al final, como siempre, la apariencia primera dio lugar a algo totalmente distinto y por cierto ridículo, no lo contaré pues lo relevante es que al otro día el dolor de guata ya no estaba pero los muslos palpitaban y se retorcían por la ocurrencia de correr en subida casi un kilómetro, extrañas propiedades las de la piscola, como transferir el dolor o quizás relocalizarlo, ¿cómo saberlo?, podría hablarse de políticas de la consolación, lo cual por lo demás es en sí una idea bien alcohólica, pero el acto de discernir es ajeno a ese instante y poco importa, a fin de cuentas, como cuando con el Negro Bastidas nos internamos en un cementerio en Frutillar e hicimos sonar en lo oscuro “Cemetery Gates” y antes iniciamos la ronda de piscolas con Deftones y yo terminé, queriendo empezar, dentro de un foso abierto alegando la mayor de las comodidades, acaso parafraseando a Patton en Diggin the Grave, es posible, pero lo cierto es que en la piscoleada del metal los derechos de autoría de alguna forma se te hacen propios en la ilusión de que tus actos te pertenecen y las mismas palabras en simbiosis con los acontecimientos de la piscola llegan y legitiman algo, haciéndote creer que ahí existe una verdad personal e intransferible, aunque ya se lea que a fin de cuentas resulta todo lo contrario, y así como en el sur la operación se ha efectuado también, con sumo éxito, en el norte, como por ejemplo en Pisco Elqui o Alcohuaz, con los hermanos Marchant y el mismo Negro y una radio de voz algo chicharra pero emocionante igual a efectos de pistola, y así frente a fogatas o al lado del río con la compañía de Metallica y de Mercyful Fate, y también de Megadeth y los brasileños de Sepultura y nuestros compatriotas Criminal, que de compatriotas harto poco les queda, no así todavía a las latitudes del valle de la cuarta región que por mucho que sean tierras privadas siguen pareciendo chilenas gracias a la porfía de tipos como Barbosa, el mismo que una vez nos sacó de su “lado” con una escopeta, disparando tiros al aire, impidiéndonos terminar el caño arriba del cerro, donde todo se veía tan bonito, pero a pesar de salidas como esa lo cierto es que Barbosa conserva cierta brutalidad primigenia que preserva la pureza del lugar, o de lo contrario ya tendríamos algún resort o mall en medio de lo agreste y con todas las impudicias que conllevan ese tipo de casos, algo tan feo como lo que hicieron cerca de la playa La Virgen, más al norte aún, cerca de Puerto Viejo, cerca de la ruta a Caldera, cerca de Copiapó, que es ya bien lejos mirando las cosas desde Santiago, en fin, un lugar precioso, la playa mencionada, hoy convertida en basural de turistas donde lo natural es preservado con el criterio de que el que llega sólo puede hacerlo arriba de una cuatro por cuatro y pagando una millonada, y no es por enorgullecerme pero cuando yo lo hice lo hice caminando en medio del desierto y escuchando Kyuss y con un potaje que, a estas alturas, el lector adivinará que es piscola, la cual por un error de tipeo estuve a punto de definir como psicola, lo que ahora pienso que da para otras connotaciones que bien podrían ir recopiladas en un ensayo bien puntualizado, no en un texto lleno de puras comas como este, desde luego, pero para el caso lo que importa fueron esos cuatro kilómetros a pata, como suele decirse, marcha que te marcha por Atacama y envolventes riffs saliendo de los audífonos, muy buena aquella metaleada en piscola, y no es que el lugar importe tanto pero también puedo rememorar otras grandes ocasiones, sin ir más lejos de Lo Espejo en casa del Chico Robredo, donde al ritmo de Anthrax y Pantera y Iron Maiden se terminaba con cuatro o cinco botellas de pisco y bailando, pues trátase ésta de una música por esencia muy bailable, en calzoncillos, según testimonios, ocasionando más de un desorden entre los compañeros periodistas, y es una lástima sin duda que Robredo y yo no nos hablemos hace más de un año y mal puedo predecir si a futuro volveremos a ser amigos, pues no todo termina siendo felicidad cuando se piscolea y metalea al mismo tiempo, si bien es una ilusión que parece perfecta en un modo, dicho como Obelix en estado de ebriedad, en Lutecia y a punto de partir a Roma a buscar la mismísima corona de laureles del César para hacer una sopa, que es en realidad “ferpecta”, pues al otro día hay en ocasiones sufrimiento y gran frustración, todo hay que decirlo, sin olvidar que están también las veces en que una cierta felicidad, o, siendo no tan ambicioso, sensación de bienestar, llámese tranquilidad de espíritu tal vez, aparece, como cuando con Pedro, en Achao o en Puerto Montt, nos tomábamos las piscolas en la carpa o al lado de ésta o en la pieza que arrendaba el maricón y en la cual compartíamos piso junto a esas señoritas tan especiales y que fueron tan generosas con nosotros, pues ahí también se piscoleó y se metaleó en considerable cantidad, esa vez al ritmo de Moonspell y de Nine Inch Nails y de Soundgarden también, hasta donde me acuerdo, probablemente también hubo algo de Los Jaivas, aunque estos últimos no sean lo que se dice una banda metalera, al menos Las Alturas de Machu Pichu resulta un lugar correspondiente con lo que en todos estos casos se ha hecho relación con el sentimiento del metal bañado en piscola o su inversa, un pedazo de vida fundido en la intensidad que luego deviene, inevitablemente, en la nada de un recuerdo que sólo cuenta para soñadores cuya meta es lo intermedio que hay entre la disipación y la espera de la muerte, algo que bien podría llamarse catástrofe o desesperación, pero que para el caso no pasa de un tedio tal vez demasiado prolongado, considerando que ya son casi treinta los años en que la cabeza se viene moviendo hacia ninguna parte.