martes, junio 27, 2006

Un lugar cálido

A Gabriel Troika.

Recuerdo claramente la vez que soñé que existía. Era un febrero que actuaba como crepúsculo en un sentido más amplio que el estival. La bruma líquida nacía del suelo arenoso y se extendía por la llanura hacía más allá del lugar de donde provenía el ganado. La amistad arriba de todo, en la mañana, y la vida era niebla, una blanca y húmeda nube permanente que flotaba entre nosotros y bajo los cielos invisibles. La luz de una intensidad espectral, cargada hacia un sector indefinido del ojo, bella hasta lo dañino, musical. Una uniformidad cegadora que en un alma poco inclinada a la claridad podía resultar hasta claustrofóbica, pero a mí no se me apareció así pues todo era excepción. Soñaba con quedar ciego para siempre; una ceguera total, completa, la que no me fue dada. En la tarde, mis pies se bañaron en una cálida, transparente agua a medio camino entre el dulzor y la salinidad, y los cangrejos se mostraban hostiles ante mis dedos sumergidos en insular arena, pero reaccionaban como liliputienses ante la embestida de los pasos del gigante, tan soluble. El canal desembocaba en un universo evanescente de liquidez brumosa, y las aguas se abrían hacia el infinito en espumantes bríos de danza orgiástica, donde la cópula de las olas con el cielo inmaterial podía escucharse en gritos de estruendo salpicado de lujuria oceánica, en bravatas de sangre que estallaba seminalmente en un punto nada perceptible para el espíritu mediterráneo que constituye mi ser. Lo mío era la niebla, esa dulce ambigüedad de lo vivido que brotaba de mi nueva tierra, así que volví sobre mis pasos y sobre la estepa de eternos granos me posé, preso de un eco que sólo lograba prolongar esa ingravidez adúltera, a medio camino entre la desdicha vital y el jolgorio del sueño. Grata dualidad, tibia cadencia, espectral zumbar de oídos. Y las melodías se sucedieron como las millares de gotas que el viento traía consigo en nebulosa forma, envolviéndonos. Junto al amigo fraterno cantamos una Reflexión de manera estruendosa, en un silencio tan colmado de felicidad que parecía insoportable de lo irreal. Juntos compartimos ese Sitio Tibio mientras una forma esférica y rojiza se distinguía entre las nubes danzantes, arremolinantes, y la VERDAD brillaba en medio del vórtice invitándonos al eterno naufragio, a extraviar todo timón, a permanecer en la nocturna fornicación de todo dolor, ese que nos otorga los eternos laureles de una vida suprema, elegíaca y aristocrática. Dolor y plenitud danzando de la mano a través de la soledad del aire, como fantasmal mármol que deviene cíclicamente a través del correr de las aguas, en ese punto inexplicable en que la tibieza de la tierra se une con lo gélido interminable del mar austral, en una estacionaria retroalimentación similar al compartir de fluidos de dos gigantes acéfalos profundamente imbuidos de placer, extáticos ante una violación en común sin parangón cósmico anterior, andrógino abuso de eternidades, y nosotros en medio de ese vendaval de lascivia divina, con la niebla como un manto interpuesto por los Dioses que impedíanos contemplar la esencia del concubinato sideral, pero que nos mantenía flotantes, puros y vulnerables, como fetos que comparten un trozo inmaterial de invisible placenta, y donde la bruma era el útero germinal, el Lugar Cálido desde el cual se podía observar con claridad y sin límites de tiempo el modo en que el clima cambia. En ese punto arenoso, donde el suelo blando paría los torbellinos nebulosos que nos cubrían, me remonté a la ciudad de los Antiguos Emperadores e hice valer mi bien ganado derecho a la estupidez respirando de las miasmas de la tierra el aroma vacuo de las insipidez humana, llenando mis pulmones del limpio aire de desafección que tanto necesitaba; sentía en mi interior como el oxígeno se iba transformando en líquido, y la naturaleza se mimetizaba orgánicamente en mis pulmones; cumplíase una estación, y cuando abrí mis ojos para contemplar nuevamente el sueño, el crepúsculo se había consumado de una forma igualmente etérea que el resto de la jornada; hacia el devenir nos entregamos, jubilosos y prácticos en la recolección de material inflamable. Nació el fuego en medio de la noche, y el nebuloso manto se abrió dando paso a la colección de estrellas australes, amplio catálogo que, percibido al calor de las llamas centelleantes, fulgía como aureolas que coronaban a la divinidad saciada de su salacidad y que, ahora, retornada al Olimpo, nos protegía bajo el regazo de la pasión en lento deceso. Y los ojos de Heráclito nos observaban desde la fogata mientras la conversación abordaba zonas insospechadas y las iluminaba sin necesidad de la vista. El calor y los oídos lo eran todo en ti, Cucao añorado, y en tu corazón mismo comprendí a mi amigo en su enseñanza de que el lenguaje debía ser moldeado en función del placer, así como los Dioses creaban y parían en un mismo proceso de satisfacción y vómito unificante, aunándolo todo en elementos dispersos, imbuidos en goce y dolor, pues no hay otro camino posible, según nos indicó esa noche el mapa estelar de las deidades interplanetarias que formaban, sobre nosotros, en la bóveda adamantina que constituía nuestro reflejo, una parábola configurada de cientos de espirales distintas y luminosas, mientras la noche y Chiloe se apagaban en la distancia y la vida retomaba su flujo ordinario y la pasión y el esfuerzo habíanse fortificado en esa jornada de ensueño estival. Un alma renacía agradecida hacia ese vórtice que había reinyectado en mí el amor hacia la existencia de manera tan indefinible.

lunes, junio 19, 2006

(E)xperticia.

¿Qué instrucciones le daría a un estudiante a quien le alquilara una buhardilla?
Y no me diga que no tiene buhardilla…

R: Le diría que se dedicara toda la juventud a hacer el idiota
y así en la edad madura tendría algo que contar
.[1]

Le digo a Rodrigo que el origen del juego de experto es europeo, griego particularmente, y él me responde en su estilo haciéndome recordar la relación entre los helénicos y el destino. Algo más que un tono de burla se esconde en sus palabras. México acaba de empatar sin goles con Angola y he aquí que he tirado a la basura cinco mil pesos que bien podrían haber sido aprovechados de mejor forma.
Laméntome rabiando en roncas murmuraciones que resuenan en las cavernas interiores, donde hay moho y oscuridad.
El hecho es que en la tradición griega encontramos dramas y también comedia. La experticia hace un potpurrí entre una y otra, cuajando elementos que, vistos con humor, configuran falaz tragicomedia. Las presentaciones ocurren más bien al azar, pero en mi caso personal debo decir que las galas principales tienen lugar los días sábado, preferentemente.
Relato las más significativas.
Dos semanas atrás despierto bebido y preso de una idea fija: Cobreloa y la U, que juegan en Calama, no pueden sino empatar. Raudo corro a la agencia más cercana y apuesto diez mil al evento que en mi imaginación aparece a priori en tablas. No contento, le juego otros cinco a tres partidos más. Con Marcelo apuramos unas latas de cerveza y partimos como niños un tanto alcoholizados a recorrer la ciudad. Jugamos a la pelota, perdemos pero no importa. Se viene el partido. Eso es lo real. Un boliche, dos litros más de cerveza y a gritar al frente del televisor se ha dicho. Todo inútil, pues gana Cobreloa. Diez mil perdidos. Recrimino a mi amigo y me burlo de él, ya que es de la U, pero en realidad me mofo de mí mismo y él así lo entiende pues ríe conmigo de buena gana. A no desanimarse, empero; queda la esperanza, si bien incierta, de los otros tres partidos. Una cabina de Internet, nudo estomacal, avizoro el carácter negro irrevocable del sino, pero esta vez Fortuna parece estar girando a mi favor. Dos de los tres encuentros cumplen con lo pronosticado, sólo resta el partido entre Unión Española y Puerto Montt que se está jugando en Santa Laura, barrio Independencia. ¿Vamos al estadio? Lógico. Más latas y una micro y la creencia, por lo demás absurda, de que Unión debe ir ganando cómodamente. Llegamos y quedan quince minutos, por lo cual entramos gratis. En el cementerio de elefantes que es Santa Laura no hay más de dos mil quinientos ejemplares humanos, en su mayoría frustrados pues Unión sólo empata a uno y parece no tener idea de cómo llegar al área contraria con peligro. Súmome a la desazón colectiva, desde luego, y se me viene encima una jaqueca reprimida desde la mañana. Marcelo no pierde la esperanza y grita y alienta y parece como si él también hubiese apostado y en algún modo es así. Juntos hacemos el indio mejor que separados. No queda nada y de pronto aparece Manuel Neira y llega el gol de Unión. Jamás imaginé devenir en hincha hispano gritando un gol agónico en su estadio, pero así estoy. Como broche, en los descuentos llega el tercero, esta vez de linda factura. Nos abrazamos, saltamos, fraternizamos con el fanático de Unión. Con el alma henchida de rojo y el estómago ronroneando de hambre me allego al vendedor de comestibles y compro un pan con palta, mientras mi amigo le grita enardecido a un par de personajes que aparecen por el costado: “¡Ganamos, huevón, por fin ganamos!” Observo que está bastante emocionado, luego río al comprobar que esos dos gritoneados son Francisco “murci” Rojas y Emerson Pereira, flamantes valores unioninos que hacen su retirada del estadio un tanto turulatos ante ese hincha tan peculiar.
Lo que siguió a continuación fue tanto o más comedia, pero no viene al caso
contarlo aquí.
Tras que Fortuna me revelase, en tono de joda, su lado más amable, hacíéndome creer en cierta catarsis o éxtasis futbolístico, vino inevitablemente la contracara. Me gustaría decirlo con pompa y nombrar una Hybris y su Némesis consiguiente, tal vez compararme con Sísifo, pero no quiero hacer de esto algo aún más ridículo. Lo de México fue un viernes y contó con algunos elementos en común con el viernes previo a la comedia santalaurina, como que me junté en mi casa con Pedro y Silvia a comer y beber de algún modo a destajo. Un nuevo despertar sabatino y vuelta a la monomanía. Mundial de Fútbol: República Checa v/s Ghana y U.S.A v/s Italia. Mi inclinación es netamente europeizante y hacía allá dirijo diez mil en apuestas, soñando con duplicar el dinero mientras paseo por el centro con mi amada Jó en un estado de bienestar de lo más grato. El cielo se muestra limpio y los rostros de los ciudadanos parecen mansos e inofensivos. Pareciera que cuento con el concurso de Fortuna, me digo, hasta que tropiezo con una tele que me muestra que no han pasado ni cinco minutos de partido y los checos ya pierden por uno a cero a manos de los africanos. Porfiadamente creo que es un resultado que Rosicky, Nedved y compañía, habrán de revertir. Error. Ya instalado en el segundo tiempo me convenzo de que la impronta del partido la marca Ghana, e incluso termino apoyando a los africanos y aplaudiendo sus jugadas. Salgado diría que es inaceptable que los negros tengan un país propio. Yo creo que además de eso tienen talento para el fútbol. En fin. Diez más cinco hacen quince, en este caso menos quince. Un calculo insensato de las posibilidades de cómo recobrar lo perdido. ¿El resultado? Una cartilla única a Italia con todo mi haber disponible, a saber, sesenta mil pesos. No hay duda de que Italia gana, -si bien no es Ghana, todo hay que decirlo. -, y por lo demás los Estados Unidos de Norteamérica son un país despreciable desde muchos puntos de vista. Uno se convence de lo que quiere creer de las más absurdas formas. Y si llego a perder no tengo ni la menor idea de cómo llego a fin de mes, está claro, el problema es que perder no se me pasa por la mente siendo que es siempre la más segura opción. Como un borracho me encamino a la agencia y hago la apuesta y encaro con gallardía la mirada del dependiente, hombre razonable que sabe que frente suyo un demente lo observa erguido. Suelto el fajo y recibo a cambio una papeleta verdosa. La estupidez está hecha.
De ahí en más sólo queda escribirlo, me digo un par de horas después.
Ignoro, pues, si aún me puedo considerar joven y si en verdad tengo algo que decir. Desconozco, asimismo, si acaso el fútbol es una metáfora de la vida o si es la vida la que es metáfora del fútbol, siguiendo una polémica instalada por los comentaristas. Lo que sí sé es que hay algo en lo que siempre seré experto: hacer el indio.

[1] Respuesta dada por Enrique Vila Matas en el suplemento Ñ del 28/01/2006

lunes, junio 05, 2006

El Hombre Pájaro

Se llama Alejandro Espíndola y está absolutamente orate. Su pasatiempo favorito consiste en posarse en los entretechos, azoteas, áticos, y en general todo lugar ubicado en las alturas, con el fin de mimetizarse con las aves que lo rodean; es un convencido del evolucionismo aéreo-bípedo, corriente de pensamiento de la cual no estoy lo suficientemente interiorizado como para permitirme una condición de militante, aunque algo puedo rescatar de todo ello. Sus cultores, entre los cuales cuento a mi singular amigo, se adscriben vehementemente a la conocida teoría evolucionista que supone que nuestros antepasados más pretéritos, aún antes que el simio, fueron las aves. La mayoría sostiene la hipótesis argumentando el extraordinario parecido, en términos de grosor y volumen, que habría entre la espina dorsal de un pajarraco cualquiera y la del hombre. Asimismo, la estructura ósea existente en los cercos occipitales del cráneo humano no dejaría de tener asombrosas similitudes con la composición cremosa que constituye los huesos del pájaro en la mencionada cavidad. Por supuesto que hablamos de aves prehistóricas, muy distintas a las que conocemos en la actualidad, más feroces y con modalidades reproductoras que, según afirman los humanos-aves, comprenderían conductas sexuales ambiguas, lindantes con la concupiscencia extrema y que podrían tener impresionantes grados de semejanza con ciertas perversiones humanas. Es así como encontramos pterodáctilos coprófagos, bicharracos que gustan de infligir tormentos sexuales a sus crías, así como también extrañas prácticas copulativas aéreas que incluirían bizarras poses amatorias entre nuestros alados amigos; es cosa de creerlo o no, y Alejandro Espíndola lo hace con pasión exacerbada.
Existe otro argumento, empero, que mi amigo sostiene con igual taxatividad, y que tiene relación con el complemento de nuestro aspecto físico-biológico, es decir, con nuestro espíritu. Según Espíndola, nuestra alma, advirtámoslo o no, tiene una propiedad voladora innegable que sólo muy pocos son capaces de descubrir. Esto constituye, en su opinión, la prueba más irrefutable del equilibrio final existente en su volátil teoría, y solamente susceptible de ser descubierta por medio de los sentidos, a través de la afectividad contenida y el contacto con los cielos. Alejandro refuta con particular odio, no obstante, todo lo que tenga que ver con aviones, helicópteros, y en general con todo aquello que implique una maquinación a la hora de alcanzar las alturas. “Los medios sí importan”, afirma, y luego pasa a encolerizarse y echar diatribas por doquier en contra de todo aquel que haya promovido el desarrollo de la técnica aeronáutica en nuestra civilización: “Esos hijos de puta de los Wright, querían llegar a las alturas los perlas, ¿y cómo? ¡Inventando máquinas, manejando artefactos banales! ¡No tienen idea de lo arduo que es el camino para alcanzar la plenitud, se van por las ramas y olvidan lo esencial! ¡El arte de volar! Preocupados de botoncitos, palancas, agujas y puras nimiedades. ¿Dónde quedan las brisas, el incesante y armónico batir de las alas, la convergencia de los cirros y la impredecible conducta de las corrientes? ¡No! Eso lo olvidan por estar preocupados de imbecilidades. Y encima les veneran. ¡Son ídolos! ¡Ejemplos para la humanidad! ¡Pobre raza, no digo yo! Parece que están condenados a errar perpetuamente, sin jamás despegar los pies de la tierra miserable y sin saber nunca de la auténtica gloria aérea.”.
Luego le entran profundos períodos depresivos en los cuales no come más que minúsculas migas de pan o de galletas, a ritmo monocorde y como recuperando fuerzas.
A veces pasa semanas encerrado en una azotea que alguien le convida para la ocasión, ganándose a la vez algunos pesos por cuidar tal o cual bártulo o limpiar la estancia. Mi amigo tiene una honradez a toda prueba, pero no por alguna especie de instinto altruista, como él mismo reconoce, sino por una indiferencia que aumenta cada día más hacia los bienes de pertenencia humana. La música no le interesa y lee sólo aquellos libros en los cuales puede encontrar algún tipo de ilación con su etérea convicción; en cuanto encuentra el más leve dejo de pragmatismo en cualquier cosa arremete con total furia en su contra, característica que en bastantes ocasiones le ha ocasionado serios problemas. Una vez quemó un baúl muy costoso que se hallaba en un ático arguyendo su “mundanidad insoportable”; asimismo, las ha emprendido en contra de muchas personas que ha considerado “excesivamente asentadas en el terruño”. Sin embargo, lo que considero su rasgo más característico es sin duda su desusada afición a las hierbas alucinógenas; fuma, como mínimo, siete a ocho conos de marihuana al día, liándolos él mismo. Dice preferir la forma cónica a la cilíndrica por ser en esencia más originaria. Ello, en su opinión, le permite contactar su alma de manera más cabal con la de las aves e inclusive acompañar a éstas en su deambular por los cielos capitalinos: “Podrás sentir cuando te eleves con ellas, tenue y vano a la vez, como si tus brazos fuesen de plumas. Podrás conocer regiones que antes sólo en sueños podías imaginarte, y experimentar la tan onírica sensación de vacío vesicular que sobreviene en los momentos de abrupta caída, para luego hacer un giro total y emprender el vuelo nuevamente, raudo, hacia las inmensidades estelares, en plenitud y libertad, batiendo tus alas y sintiendo el roce de la brizna con tu plumaje suave, límpido. ¡Ah, como me gustaría que me acompañaras, amigo mío, en mis vuelos siderales! ¡Descubrirías tanta vida paralela, tanta inmensidad! Te sobrevendría un desprecio total por nuestra raza, eso sí, pero lo que verías compensa con mucho toda desilusión hacia tan vana especie. ¡Cuanta razón tenía Lovecraft, visionario él, al viajar, interminable y azarosamente, hacia las provincias de más allá de la pared del sueño! Y eso que de batir alas nada sabía.”.
Es mi amigo Alejandro Espíndola, quien puede llegar a ser una persona muy afable si así lo quiere; podría agregar una o dos cosas más, pero esto se trata sólo de un perfil. Sin embargo, lo repito, está completamente orate, mas no por algo que me sea permitido revelar.

jueves, junio 01, 2006

DESASTRE DE INSTANTE

La idea me la empieza diciendo Bukowski en muchas partes. Bukowski lo dice todo bien, siempre, y eso es irrefutable. Aquí sólo se tratará de reformular la idea, algo en lo que siempre se debe insistir.
Trátase básicamente de lo siguiente: la vida moderna es en sí enloquecedora. Algo que visto en conjunto resulta obvio. Desmenuzando sus aspectos particulares nos encontramos con lotes de molestas instancias representativas, en todo caso, ricas en narratividad. Molestia, instante y locura, dan la impresión de condensarse en una idea que es objeto, y no exclusividad como algunos quieren, del sábado santo católico: la espera.
Ya lo dice el viejo indecente. Para todo tienes que esperar. Quieres “hacer cosas” y esperas a que te llegue, de una u otra forma, dinero. De pronto tienes ansias de comerte algún buen plato (el rato que pasa hasta quedar ahíto no cuenta) que devienen en la ilusión de esperar a que la barriga baje. Y así también esperas para follar y que la pulsión gonadal mengüe por un rato. Esperas; esperas. Para llegar a tu trabajo. Para enterarte de qué tienes que hacer ese día. Para que todo acabe pronto. Para volver a tu casa. Para salir cuanto antes de ella. Para que llegue la noche. Para beber algo un rato. A veces días. Para que se apague la resaca. Para que el año finalice, como si significase, mientras se desea que el siguiente sea mejor. O distinto. Por último queda menos.
Por su parte, el abuelo co-protagonista de “800 Balas” nos dice que en la vida, que es una reverenda hija de puta, hay que aprovechar los intervalos entre putada y putada para divertirse. De ello viven las gentes razonables. El resto puede bien resumirse en esa idea de espera molesta. Supongo que de esto se puede derivar que quien escribe no sabe ni disfrutar el presente ni tampoco pensar el instante. Supongo que es una posibilidad. Pero como ese suponer es también espera, declaro que se trata de obviar una consideración como aquella, del todo inútil por lo demás. Así, no nos vemos en la necesidad de recurrir a un principio contrario, como por ejemplo lo sería el poner al futuro en el lugar de un presente como tiempo controlador del movimiento. En una frase, al margen de tantos rendimientos filosóficos (chorros de palabras) a que se presta el vocablo “espera”, lo cierto es que en la vida diaria, o robótica, reconocemos siempre, en efecto, esperas. Como estar en una cola “dentro” de un banco, sin ir más lejos.
Y es que puesto en el contexto de la cola bancaria, la idea de naturaleza humana cobra de inmediato tintes perversos. Influye tal vez eso que hemos convenido en calificar como “molesto”. ¿Qué molestia es esa? Una molestia que entre otras cosas provoca fuerte impulso en el yo de entregarse al crimen e incluso al genocidio. Siéntese de pronto uno con el justo derecho a poseer para sí los rasgos del dios veterotestamentario, implacable y sanguinario con sus criaturas. Si mi juicio es que todos los que me rodean son seres detestables, debo poderlos decapitar y no darles sepultura, ahogarlos, mandarlos a quemar, todo según mi antojo. Y no es injusto pensar así pues la situación excepcional te justifica afectivamente el arrebato asesino y de pronto todo resulta en extremo claro. El rostro. El mismo rostro humano es ya una invitación a dejar suelto un Leviatán que, de no haber ley, veríase libre para matar y morir. Las narices chatas, los ojos acuosos, los pelos, los labios carmesíes, son desde siempre la legitimación sensorial del monstruo.
Fantasías, me gritan. Si es así, son legítimas ya que emotivas. Irrealizables, se escucha por allá. Frunzo el cejo y admito que puede ser. Hay súper yo e ideología socializante siempre funcionando en el ambiente, lo que hace real a la posibilidad de que podamos calificar a la escena como realizable o no. Sin inclinarme por Hobbes ni por Rousseau, apuesto a que de no mediar estos y otros elementos represores pensaríamos de la realidad algo bien distinto. Quien afirme que ello ya no sería pensar olvida que desde la vereda contraria le pueden lanzar similar objeción. Siempre como un constante ping pong, la dialéctica.
Llegamos así al punto en que es menester tomar una decisión. Lo esquivamos, postergamos, dejamos para mañana. Por mientras esperamos, pues vivir en la espera tiene también notable efecto de cotidianidad que ayuda a disfrazar las ideas cuando estas se ponen comprometedoras. De esta forma aprendemos a apreciar los detalles de esa molestia que bien podría devenir locura. ¿Quién puede figurarse la existencia completa como cola de banco? Pasatiempo de masoquistas, si con media hora basta para hacerse una idea exacta.
Un subsuelo, de partida, donde el blanco no es distinto, visto con tiempo, que el de las paredes de un manicomio. Donde la publicidad amigable de la institución te rebota en las vísceras como burla. Durante horas parado debajo de una escalera y a través de una fila cuyo curso no puede sino ser absurdo. Multiplícase el odio cuando falla de manera definitiva uno de los auriculares y la música se va al carajo. Obligado también a atender al televisor colgante. ¿De qué hablan? Un programa dedicado a la naturaleza en cuatro partes: El calor de la tierra, los tifones, terremotos célebres e islas azotadas cada cierto tiempo por ígneas explosiones. Algunas imágenes son bellas. El tono del relator, despreciable. Dice lamentar que el hombre deba reconocer su impotencia ante ciertos fenómenos. Asegura que le duelen esas muertes, pero lo que a uno le duele es esa voz. La cola no avanza. Más tarde enseñarán a preparar un pollo con jugo de limón.
Ir acompañado puede ser solución, se imagina uno ahí parado y solo sin música. Claro, puede ser. Pero no ahora. Por ahora se espera.
No creo que sea sólo odio y animadversión que aparecen como se van, contingentes, sino una suerte de malignidad reinante. La prueba es que los demás tienen sus ojos pegados al aparato televisivo, vicariamente de pie mientras ven al mundo morir. Maynard J. Keenan, al igual que el viejo, siempre lo dice todo muy bien.
Y no hay miembro de la horrible fila que no piense para sus adentros: “Qué desastre de institución bancaria”. Aunque en realidad quieren significar otra cosa.